Fuente: La Vanguardia
URL: www.lavanguardia.es
04.12.2009
Javier Castañeda
Periodista experto en Sociedad de la Información
Arte, redes, ciudad. Las ciudades son hoy un conglomerado de sonidos, colores y sabores de todo el mundo. Ya no hay distancias. La Red y los satélites tejen su maraña de redes que abraza al mundo como una segunda piel intangible de relaciones y datos.
Tanto es así que, en la sociedad actual, resulta imposible vivir al margen de la información y el procesamiento que de la misma hacen las calles, a través de una ósmosis entre los paisajes urbanos y las metáforas de expresión, que cristalizan en nuevas formas de cultura, de creación y de arte. Al imaginar una ciudad capaz de crear un ecosistema con la suficiente cultura tecnológica para poder mezclar -y entremezclar con osadía y sin miedo- los vasos comunicantes que unen y entrelazan las arterias de la ciudad, con las de las redes y las de sus ciudadanos, creo que pocos escenarios resuelven tan bien la ecuación como los paisajes urbanos de Tokio.
Tampoco es casualidad que se asocie la capital nipona con el moderno concepto de sociedad ubicua y ultraconectada, pues –probablemente- hablamos de un país líder mundial en cibercultura y al que apuntan todas las miradas cuando se trata de averiguar las últimas tendencias en innovación tecnológica.
De la hibridación entre las calles y las redes y su mezcla indiscriminada con la ciudadanía, nacen espontáneamente los más diversos espacios heterogéneos, de los que surge una impredecible ruta hacia las más diversas formas del arte.
Para hacernos una idea de la importancia que en el país origen del sol tienen las redes y tomar el pulso tecnológico a una de las más vibrantes ciudades del SXXI, basta un paseo por sus calles, por algunos de sus distritos de mayor carácter urbano o incluso por el metro, para toparse con un ambiente inspirador y creativo; en gran parte –creo- porque los flujos de personas, mercancías e información circulan libremente.
Así, el ecosistema urbano se parece más a un cuerpo orgánico que a un sistema mecánico inorgánico y en el futuro evolucionará –si es que no lo hace ya- hacia nuevas formas de participar en la construcción de unas nuevas ciudadanías planetarias.
Es increíblemente seductor –al menos así se me antoja- contemplar una sociedad que asume el significado de la tecnología como marchamo de vanguardia y sinónimo de hipermodernidad; pues la innovación unida a las prebendas de la transformación e interpretación de la tecnología por parte de los ciudadanos, provoca un círculo virtuoso de mejora que no he visto en otras ciudades del mundo.
Paisajes medio futuristas que parecen no recordar un pasado que ahora se antoja casi prehistórico, como era el previo a la conectividad mundial, pero del que apenas nos separan una o dos décadas (distancia en años que nos separa de la invasión masiva de uno de los elementos transformadores de la interfaz de la ciudad, como es el móvil).
Entonces casi se podían contar con los dedos las conexiones a Internet, los celulares asomaban tímidamente pese a ser gitantes, Google apenas era un bebé si es que había nacido, etc.
En apenas diez años, la cultura de la información, de la inmediatez y de la ubicuidad, con todas las consecuencias que implica el hecho de estar conectado, apunta a que la digitalización de la sociedad es mucho más que una tecnología que permite comunicar con otros.
La aceleración que esta influencia imprime a la sociedad, por un lado fomenta una devaluación del tiempo, pero por otro ayuda a construir el paisaje cotidiano, pese a sus contradicciones; y nos ubica a medio camino entre el dinamismo y la sutil inercia de los elementos.
El eterno desafío del hombre contra la máquina efectúa ahora un nuevo trazado para intentar superarse a sí mismo, tal vez contra el tiempo. Pero lo que realmente distingue al ser humano es su capacidad de reflexión y el potencial -al menos teórico- de poder pensar sobre la sociedad que desea construir.
Usar la educación para mejorar la comunicación entre las personas y el entramado social que crean a partir de las redes, se antoja una buena solución para una simbiosis acompasada entre el sonido eléctrico de las calles y el ritmo que el gerundio impone a nuestro presente.
La fuerza del grupo al interactuar como nexo entre la calle y la Red, permite una potencia exponencial respecto a la del individuo y genera nuevos vínculos entre personas que, pese a estar conectados por máquinas, se mueven por impulsos humanos, entre las calles.
Y asistimos así al nacimiento de una tecnocultura que piensa en red, que trabaja en red y que vive en red. Cada nuevo actor de la red transforma al conjunto en algo distinto, en algo nuevo; cada gesto tecnológico que se integra en la vida diaria, genera un ápice más de ese nuevo tejido urbano que resuena preñado de ecos futuristas.
Esa pluralidad de personas que forman una comunidad, cristaliza en las calles, en nuevos modos de relación y, ¿por qué no?, en nuevas formas de arte. Probablemente, los lugares donde suele residir gran parte de la energía que le da vida a los ecosistemas, poseen un potencial de enorme calado que, suele ser difícil de ver en el presente, pero que precipita en nuevas formas de cultura en cuanto asoma el mañana.
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