FRANCISCO JAVIER VILLALBA
| FILÓLOGO
12/09/09
CON el advenimiento de Internet (y entiéndase ese advenimiento con todas y cada una de sus correspondientes connotaciones mesiánicas) accedimos a niveles de inmediatez de la información inéditos (al principio a razón de 56 kbps, con suerte) y a una utópica percepción de universalidad. No toda la información era valiosa ni libre, y mucha de ella era y sigue siendo errónea, discutible e insustancial. Pero despuntaba ya un ideal de futuro fascinante.
Eran tiempos mayoritariamente de banda estrecha, sobre todo en España, pero ya por entonces afloraron avanzadillas de insurgentes dispuestos a descerrajar los derechos de autor. Al principio fue Napster. O dicho de otro modo, Napster fue el facilitador, pues no es que fuera cerrajero. Los eufemismos y el universo virtual no se llevan muy mal del todo. Luego, bajo el noble afán de actuar de enlaces, sólo de enlaces, entre diferentes usuarios fueron apareciendo otras aplicaciones altruistas que, como por cosa de ciencia ficción, eran capaces de teletransportar archivos desde un punto A a otro B, de tal manera que, por 1999, Ana, de Portugal, le daba a conocer a Richard, de Illinois, quiénes eran Madredeus, y Richard, a su vez, le dejaba a Ana píldoras, en formato mp3, de aquella prometedora artista de veintidós años llamada Fiona Apple. El resto ya es historia: Audiogalaxy, Morpheus, Kazaa, edonkey2000, eMule, Torrent, etc. A la Sociedad General de Autores nunca le entró bien aquello, pero le abrió los ojos para obtener réditos.
El viejo asunto del teletransporte, sobre el que escribió George Langelaan, hizo película Kurt Neumann y remake David Cronnenberg, se había convertido en una realidad que, aunque virtual (el olorcillo a oxímoron resulta ya inevitable), llevaba una mosca oculta en una de las cabinas del copyright.
A partir de ese momento, la lucha está servida. La popularización de la banda ancha es directamente proporcional a la proliferación de herramientas de descarga. El usuario quiere acceder sin restricciones a la información y a las herramientas que permiten el acceso a ella, lo cual obliga a reventar alguna que otra cerradura. Aparece entonces un nuevo léxico: crack, warez, keygen, password, serial. Las empresas que poseen las patentes de los programas, las que gestionan los derechos de distribución y los autores de todo tipo de producción intelectual entran en crudo conflicto de intereses con los usuarios, que son cada vez más, de generaciones más jóvenes, más hábiles, más curiosos; y todo ello es culpa de la universalización que supuso el advenimiento de Internet, ese mesías con apóstoles totalizadores como Google (cada vez más global y endiosado), Microsoft, Apple.
Licencias como Copyleft o Creative Commons nacen, precisamente, de la aporía creada por los derechos de autor entendidos como los entiende la SGAE. Los tiempos han cambiado, y mucho. Tan humano como alimentarse es la pretensión de acceder a la información, aunque sólo sea por aquello de la igualdad de oportunidades. Tan humano es que el autor defienda su creación como real es que broten iniciativas de rebeldía a la imposición de un canon digital desde esferas institucionales o corporativas.
Y puestos ya, ¿cuál sería el canon aplicable a Google, que está creando una suerte de biblioteca universal, con reminiscencias borgianas, que contiene espejos, caminos que se bifurcan, laberintos e infinitudes a los que no accederá el usuario, pues contemplan acuerdos con editoriales de todo el mundo y que no eluden restricciones de títulos con copyright vigente, de los que sólo servirán un aperitivo?
El proyecto de Google Books no está lejos de la lógica de quien atesora un archivo con copyright en su disco duro. O dicho de otro modo: el inmenso oxímoron de lo digital es que mientras más copias de respaldo haya, más posibilidades hay de que se preserven las creaciones si se quema la biblioteca; no en vano el fundamento de todo espejo es multiplicar el original. ¿En qué lado del espejo está Google y en cuál el usuario medio? ¿Qué lado del espejo refleja al verdadero Calímaco? El oxímoron digital está servido y es simplemente obra de Dios.
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